Retorno: el tiempo

Escher: Ascending and Descending, 1960, Litografía, 35.5 x 28.5 cm


Camino arriba-abajo, uno y el mismo

Heráclito de Éfeso, B 60 DK.



Ayer era el primer día de actividad normal después de las vacaciones. Tres de septiembre y lunes. Todavía es verano. Pero ayer era un día especial. La ciudad entera estaba distinta, más ruidosa y más trajinada que de costumbre. Por la mañana pude contar por decenas el número de saludos sinceros entre las gentes que se veían después de un viaje o tras un mes entero de ausencia. Todos nos preguntábamos por nuestros días veraniegos, nuestras vacaciones, nuestros peregrinajes. Tal vez la frase más oída fuera: "¿Qué tal estás?" Todos, creo, teníamos la esperanza de que la respuesta fuera positiva, tranquilizadora. Queríamos sentir que no había pasado nada, que todo seguía igual tras la ruptura del curso cotidiano de nuestras vidas. Había alboroto en todas partes. Hasta alegría por el reencuentro con compañeros de trabajo, esos mismos que a veces en el invierno nos aburren o nos molestan con sus cosas. Por la tarde parecía que toda la ciudad se había volcado a la calle. Y eso que no hacía una tarde propicia para el paseo: de repente, el traicionero Cierzo había aparecido por los rincones de la ciudad, cogiendo desprevenidos a muchos que, tras el almuerzo, habían salido escasos de ropa, con sus ligeras vestimentas estivales. Pero daba igual. El escenario era, sin lugar a dudas, veraniego. Urbano, pero veraniego. Había parejas de mediana edad que lucían parsimoniosos su bronceado rostro: ellas, con sus vaporosos vestidos de vivos colores, parecían rejuvenecer de la mano de sus compañeros; ellos, con nikis algo ajustados por la moda de este año, sacaban pecho y metían tripa. Por un instante sus miradas parecían quedar iluminadas. Había chiquillas de las que no llegan a los dieciocho, con sus diminutos pantaloncitos y sus exiguas camisetillas, atrapadas en una esquina fatal, donde el viento las iba arremolinando, pero que se dejaban llevar mientras correteaban entre felices grititos. Cerca de ellas algunas señoras muy mayores intentaban también doblar la fastidiosa esquina, mostrando, en el apretado gesto de su rostro, el tenaz empeño por la vida. Agarradas al brazo unas de las otras, conseguían penosamente atravesar ese fuerte remolino que el viento dibuja en el transitado cruce de los dos paseos.

Pero en este escenario de alegría y fuerza no era difícil descubrir también la inminencia del invierno. La estación del otoño, el comienzo del declive, iba apareciendo ayer por esa esquina ventosa: una mirada más profunda podía descubrir en la mayoría de los rostros de los que por allí pasábamos una mueca de molestia, una sombra lánguida en la mirada, incluso un cierto deje de claudicación, de resignación. El preludio del invierno quedaba anunciado por el indómito viento que sacudía con fuerza cada objeto que iba encontrando a su paso, como si después de estar largo tiempo contenido de repente hubiera conseguido escapar, abriéndose camino por fin en cada una de los recovecos de la ciudad. Y de nuestros cuerpos. Y me pareció que también en cada uno de los rincones de nuestras almas. Las primeras hojas aparecían ya caídas en el suelo del paseo, chamuscadas por el fuego del verano. Fin de temporada. Cada año ocurre igual: hay un día en el que de repente el aire deja de ser esa reconfortante brisa que atenúa el insoportable calor del estío para aparecer súbitamente con toda su fuerza, como si el acechante otoño reclamara sus espacio, su tiempo, y lo convirtiera en impetuoso viento. Iba yo caminando contemplando cómo la tarde veraniega, en su máximo esplendor, quedaba vestida de otoño. El otoño, el retorno, el círculo que se va cerrando. Y abriendo. Nuestra vida, recordé, es circular; aunque parece discurrir en línea recta (y por lo tanto ser finita), el año humano es un círculo que intenta imitar en su repetición la infinitud que intuimos, la eternidad que añoramos. Y es un círculo porque en el punto más álgido, en el cenit, aparece también la sombra, el camino cuesta abajo, la caída. Y también por lo contrario, porque justo cuando parece todo acabado, todo consumido, un nuevo retoño, una nueva vida (seguramente la misma vida de siempre), se asoma con inusitada fuerza, reclamando para sí el espacio que le corresponde, el tiempo de la eternidad que le es propio.

Un año más, un retorno. Y un comienzo de nuevo. Aunque acostumbramos a celebrar el año nuevo como el inicio, pensé, es ahora cuando comienza el círculo, si es que de un círculo se puede decir que comienza. Cuando los ciclos de la agricultura marcaban los periodos de la vida de los hombres, el final del verano era la época de las fiestas en los pueblos. Días de vino y diversión, tras la cosecha del cereal o tras la recogida de la uva. Una marca, una ruptura, el fin de un periodo. Escher: Espirales Esféricas, 1958El tranquilo sucederse de la monotonía cotidiana se quebraba y todo estaba permitido. Baco reinaba por unos días. Lo que llaman ahora "el inicio del curso escolar", el masivo retorno a la vida cotidiana tras el periodo "vacante", vacío, viene a ser lo mismo: un reinicio, un reencuentro, un retorno. Seguimos sin darnos cuenta unos rituales órficos. Después de la cosecha, después de los días de "desenfreno" y de abandono, el renacer. ¿Será que necesitamos secuenciar nuestras vidas incluso ahora que estamos tan alejados de los ciclos de la naturaleza?, ¿será que es humana esta organización cíclica? Todos vivimos ahora la necesidad de emprender cosas nuevas. No es en la primavera cuando nos vemos impulsados a la acción, no. Es ahora, cuando vemos que el otoño se avecina, el momento en el que sentimos que debemos empezar algo radicalmente nuevo, incluso una vida nueva.

¿Por qué tenemos esa necesidad de renacer con la nueva estación del año?, pensé, ¿por qué el otoño nos impulsa a emprender cosas nuevas? Pero, ¿es que estas cosas nuevas que ahora deseamos o intentamos no son las de siempre, las mismas cosas nuevas que, una vez más, surgen delante de nosotros y nos dan energía y esperanza?, ¿acaso el círculo anual de las estaciones no esconde tras su apariencia de cambio una forma de permanencia, una imitación de lo eterno, un tiempo circular? Estos pensamientos iban cruzándose por mi mente de modo casual, sin terminar de asomarse del todo, cuando súbitamente me di cuenta de que yo, como tantos otros, quizá en ese mismo instante, estaba repitiendo, una vez, más un pensamiento mil veces repetido, un pensamiento común seguramente a todo el género humano, de todas las épocas y culturas. O al menos desde que la reflexión (la lógica, la palabra) intentara abrirse camino en el discurrir humano, tras el mito. Quizá el origen de la filosofía, pensé, está aquí, exactamente en este punto: nuestra trágica pregunta por la trascendencia, por la eternidad, no es otra cosa que la pregunta sobre el tiempo. Estamos acostumbrados a sentir que el tiempo es lineal, que cada instante es irrecuperable, que nuestra vida transcurre en una vertiginosa vorágine de acontecimientos, hacia un destino incierto, inabarcable. Este sentimiento caótico nos conduce a la desesperación, al vacío. Pero a la vez tenemos la intuición de la permanencia, la clara consciencia de que cada uno de nosotros es ese cada uno. Y también un anhelo de eternidad. La dualidad entre lo que permanece y lo que cambia, entre lo que es siempre igual y lo que nunca se puede afirmar que es porque ya ha cambiado viene a quedar reducida a la pregunta sobre el tiempo.

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