El poder de la música


Hace unos días alguien que suele leer este blog me preguntó, cuando le contaba qué cosas me habían interesado desde hace algún tiempo, qué era la filosofía de la música, qué relación había entre música y filosofía. Le dije que haría alguna entrada para explicarlo. Pero cuando he intentado hacerlo me he dado cuenta de que, o bien decía algo muy por encima, que apenas iba a pasar de unas cuantas trivialidades, o tenía que ir contando poco a poco bastantes más cosas de las que a primera vista me parecían. Así que he optado por lo segundo. Y como fueron los griegos los que empezaron a reflexionar en torno a estos asuntos, al menos en nuestra cultura occidental, me ha parecido que tal vez os pudiera interesar que en distintas entradas vaya hablando de la íntima unión entre música y filosofía, de cómo esta unión ha constituido un núcleo muy importante de ideas que han conformado -y siguen haciéndolo- nuestro pensamiento, nuestra forma cultural de entender el mundo (a la cual, por cierto, sin entrar para nada en juicios de valor sobre la superioridad de unas culturas sobre otras, ya va siendo hora de empezar a reivindicar, de perder los complejos que, al menos en los últimos años, nos han impedido volver a nuestro pasado con el interés del que está hallando las claves de nuestro mundo, superando aquel europeocentrismo cultural de otras épocas, pero sin olvidar dónde reside el fundamento de nuestros valores y de nuestra forma de vida de la que tan orgullosos parecemos sentirnos a veces).


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Creo que estaréis de acuerdo conmigo en que unos más y otros menos, pero todos nosotros nos sentimos en ocasiones conmovidos por la fuerza de la música. A cada uno nos puede gustar un tipo u otro de música, nos puede llegar más el rock duro, una balada de una bella voz quebrada con solo un acompañamiento de guitarra, el grito anhelante o sordo de un saxofón que va penetrando por cada uno de los rincones de nuestro cuerpo, ese violín que va dibujando con la voz el exacto sentimiento que sale del alma del que lo toca, o tal vez una compleja composición polifónica de J. S. Bach con todos sus planos sonoros. O, seguramente, muchos de nosotros preferiremos escuchar una u otra clase de música según cada momento emotivo, según las circunstancias en las que nos encontremos. Pero, ¡qué pocos podrán decir de verdad que no se sienten afectados por la música!

Desde luego yo no conozco a nadie que sea insensible al mágico poder de seducción que la música posee, por más que algunos, acostumbrados a entenderlo todo, digan que carecen de sensibilidad musical. Quizá no sepan nada de estilos, técnicas o escalas musicales, quizá no dispongan de lo que se suele llamar “buen oído” (que nos es nada más que una capacidad innata para reproducir la melodía que han escuchado), quizá nunca han oído hablar de tal famoso intérprete o de aquel reputadísimo compositor, pero si se limitan sin más a dejarse llevar por esa música que les gusta, por esa música que les invita, y abren sus oídos dispuestos a dejarse seducir, pronto se sentirán tan acompañados que creerán estar oyendo el sonido de su propio corazón.

Y esto lo saben muy bien los que diseñan la publicidad: cuando un anuncio de televisión tiene una música bien lograda, su capacidad de llegar hasta el posible comprador del producto que se anuncia y de despertar el deseo por poseerlo queda inmediatamente multiplicada. Y también lo saben los buenos directores de cine, que conocen cómo la música bien elegida, la que subraya, anticipa o recrea cada momento emotivo, es completamente necesaria para que la obra llegue profundamente al espectador. ¿Qué sería de la película de Alfred Hitchcock, Psicosis, sin la música de Bernard Herrmann?

¿Quién no ha experimentado de primera mano el poder de la música no sólo ya para comunicarnos un sentimiento, sino incluso para hacernos cambiar de estado de ánimo? Imaginemos un día en el que, por cualquier causa, estamos completamente dominados por la ira. De algún modo estamos enajenados, fuera de nosotros, poseídos por una pasión poderosa que se ha adueñado de nuestra voluntad de tal modo que somos incapaces de pensar con la razón. Pues bien, si en ese momento escuchamos o, mejor, interpretamos una música rotunda, que expresa esa misma pasión, con ese mismo pathos iracundo, seguramente tras un periodo de tiempo muchos sentiremos que nuestra alma se ve reconfortada por esa identidad, por ese ritmo y esa melodía que tan bien expresa nuestro sentimiento. Poco a poco volveremos a la calma y, probablemente, entonces nuestro deseo nos llevará hacia otro estilo musical radicalmente opuesto, sosegado o melancólico.

Lo cierto es que algo tiene la música que arrastra al alma. Pues bien, ahí reside su “poder”, en esa misteriosa capacidad de llegar inmediatamente a los más recónditos rincones de nuestro espíritu, en esa inexplicable fuerza que empuja nuestros corazones y los hace vibrar con el mismo sentimiento que posee la música que en ese momento estamos escuchando. La música tiene el poder divino de crear algo en nosotros, de alcanzar nuestra alma y hacerla vibrar al unísono, de inundarnos con tal vivo sentimiento que es capaz, incluso sin palabras, de provocarnos una emoción inexplicable, de hacernos padecer por un dolor que sentimos nuestro, de encumbrarnos con una alegría exuberante, o de arrasarnos tan completamente, de producir tan profunda conmoción en nuestro espíritu, que incluso los más sobrios de entre nosotros a veces no pueden evitar, sorprendidos, que su mirada aparezca anegada durante un momento.

Pese a todo, la música, la música de verdad, no sólo se apodera de nuestra alma; también se adueña enseguida de nuestro cuerpo. Si estamos ante una melodía que nos seduce enseguida tendemos a dejar que su ritmo nos acoja y, aunque sea de un modo tan imperceptible que otros ni siquiera se percaten, pronto tendemos a movernos a su pauta. Incluso muchas veces, sin apenas enterarnos, vamos acompasando cada uno de los movimientos periódicos de nuestro cuerpo a ese que la música va marcando: respiración, ritmo cardiaco, etc. Quizá sea precisamente en esta capacidad de “corporalizarse” que la música posee donde reside su primer y más inmediato poder.

Pero la primera cuestión es: ¿por qué ocurre esto? ¿En dónde reside esta facultad de la música para comunicarnos inmediatamente un sentimiento, incluso para imponernos un estado de ánimo? Otras cuestiones se derivan de la primera: ¿por qué esa melodía, incluso sencilla, nos produce tristeza o nostalgia, mientras que esa otra nos inunda de alegría y esperanza, o aquella nos invita al enamoramiento o a la pasión amorosa? ¿A qué se debe que una determinada clase de música sea capaz de producirnos una emoción cercana a la trascendencia religiosa? Podríamos pensar que es la letra de la canción la que genera uno u otro estado de ánimo, pero, sin negar el evidente poder emotivo de un buen poema, ¿acaso no ocurre lo mismo con melodías cantadas en lenguas completamente desconocidas para el oyente? ¿Y qué pasa con algunas músicas puramente instrumentales que tienen tanto poder para afectarnos que muchos confiesan que si se “meten” dentro de ella se les pone la carne de gallina y sienten como un escalofrío recorre todo su cuerpo sin remedio? Y todavía diríamos más: ¿por qué en la misma obra unos pasajes nos transmiten un dulce lirismo y en otros una pasión desgarradora? En definitiva, de una manera más precisa la pregunta a la que habría que contestar es si existe una correlación entre cada uno de los elementos del lenguaje musical y cada una de las emociones. Es la cuestión sobre lo que se suele llamar “semántica musical” (entendiendo “lenguaje” y “semántica” en un sentido amplio).

Algunas explicaciones sobre este tipo de experiencias apuntan a una suerte de memoria músico-cultural: a lo largo de nuestra vida hemos ido escuchando uno u otro tipo de música en cada circunstancia; por eso nos habríamos ido familiarizando inconscientemente con el sistema de comunicación de emociones que cada cultura musical habría ido elaborando, de modo que, por ejemplo, cuando oímos una quinta disminuida la asociaríamos inmediatamente a una situación altamente emotiva, al desgarro emocional. Habría una suerte de “vocabulario musical” que conoce el compositor y que de forma más o menos consciente también el receptor de la música. Pero esta interpretación choca frontalmente con experiencias concretas sobre cómo perciben los niños una clase u otra de música o sobre cómo asociamos una determinada emoción a músicas muy alejadas culturalmente de las nuestras que nunca antes hemos oído.

Lo cierto es que no ya la música entendida en un sentido clásico, sino cualquier manifestación sonora, cualquier ruido ambiental, afecta enseguida a nuestro estado de ánimo y hasta vemos como nuestro cuerpo se ve inmediatamente perturbado. En cuanto oímos una señal acústica de advertencia, y más si se produce en un entorno donde no es habitual (por ejemplo, la sirena de una ambulancia o de los bomberos en una calle tranquila), la respuesta inmediata de nuestro organismo tiene que ver con la parte más primitiva del cerebro, allí donde se resuelve todo lo que afecta a la supervivencia: antes de que hayamos comprendido racionalmente que estamos ante una situación potencialmente peligrosa nuestro cuerpo reacciona: descarga de adrenalina, aumento del ritmo cardiaco, alerta, miedo, disposición a actuar. El sonido penetra en nuestro cuerpo mediante los oídos y el mensaje es simple y rotundo: hay que actuar para sobrevivir.

Dicen los que se han dedicado a estudiar este tipo de cosas que la música es la más natural e inmediata de todas las artes y la primera manifestación artística, creadora, de todos los pueblos. De alguna manera la música, entendida en su sentido amplio como organización de sonidos, es el más inmediato sistema de comunicación entre los hombres, anterior a la palabra y, desde luego, anterior a la expresión plástica. Y eso lo podemos ver tanto en la evolución de las sociedades como de los individuos. Por un lado vemos cómo las sociedades más primitivas tienden a imitar los sonidos de la naturaleza como si al reproducirlos atraparan su poder: el “alma” de ese trueno desgarrador o el hálito de la vida de aquellos pájaros cantores. Y, probablemente, así nacería la música, ligada desde el primer momento a la expresión de un sentimiento. Por otro lado, desde luego cualquiera de nosotros puede comprobar cómo los niños muy pequeños, cuando aún no entienden el significado de la palabra, cuando casi no distinguen la forma de un objeto, atienden a la música y se ven afectados por ella. Claro, más si la música es un arrullo amoroso cantado con un ritmo tranquilizador con el que se acuna el cuerpo del niño: al mecer la cuna o al movernos acompasadamente con el niño entre los brazos, estamos induciéndole una música, un ritmo que lo calma y que lo duerme.

Seguramente la respuesta a todas estas cuestiones, como iré contando en entradas posteriores, viene de la mano de los filósofos griegos: la música, fundamentalmente es movimiento, forma del movimiento, o, dicho de otro modo, movimiento armónico. No sólo la música es sonido, sino que hay música es cualquier otra manifestación donde existe un movimiento organizado, dotado de forma. Y eso es algo propio tanto de almas como de cuerpos, al menos de cuerpos vivos, tanto de las partículas pequeñísimas que parecen constituir la materia y que ya no se sabe si son ni siquiera materiales, como de las estrellas, galaxias y todos los cuerpos del firmamento.

Nosotros también somos en esencia movimiento. Por eso la música es algo tan inmediato al hombre; es anterior a la palabra, anterior a la razón. Platón decía que la música abarcaba todas las capacidades del hombre, decía que lo atravesaba todo, que llegaba hasta el hígado, es decir, hasta las entrañas de nuestro cuerpo, y lo afectaba profundamente. Quizá por eso la música ha sido el medio más primitivo y eficaz a la hora de transmitir un mensaje. Decían los antiguos que la palabra convence, mientras que la música se “impone”, es decir, nos fuerza. Una cosa es la persuasión racional, decían, la lógica de las palabras, con la que se puede convencer y conseguir que alguien actúe en un sentido, pero otra cosa mucho más eficaz es la capacidad de seducción que la música posee. La música no necesita convencer, se nos impone, nos obliga, nos hace sentir y luego actuar por ese poder especial que posee, por su posibilidad de llegar a los elementos más básicos de nuestra psique, al núcleo de las primeras emociones del hombre, anteriores a la razón, anteriores a la lógica y a la palabra: el miedo, la angustia, el instinto de supervivencia; o el deseo, el amor y la posesión que de ellas se derivan. Y, dejando al margen la posibilidad de que los animales sean también sensibles a ella, se podría pensar que la música es lo más parecido a la pulsión vital del alma humana, al menos, lo que mejor la imita.

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