Las paradojas son divertidas y muy útiles


Sí, efectivamente, las paradojas son divertidas. Son realidades contradictorias consigo mismas que nos llevan muchas veces a conclusiones extrañas al sentido común. Y no sólo son divertidas, sino que, curiosamente, han servido para generar arte y penEscher,Drawing hands, 1948samiento. Son pequeños agujeros por donde se escapa la lógica y nos obligan a cuestionar nuestra capacidad deductiva, o al menos nuestra confianza en que la razón lo puede todo. En su propia contradicción las paradojas encierran magníficos juegos de espejos que se reflejan muchas veces hasta el infinito. Por eso abren interrogaciones y, precisamente por sus propias contradicciones, las paradojas han contribuido sobremanera al avance del conocimiento. Hay muchos tipos de paradojas, unas lógicas, otras matemáticas; están las que son falsas paradojas y que solo juegan con dobles sentidos de las palabras, y las hay incluso en el territorio de la moral o de la economía. Y puede que hasta en el de los sentimientos. Pero lo mejor de las buenas paradojas es que suelen ser cotidianas.

Un amigo mío el otro día en el transcurso de una animada conversación exclamó: “Yo si cuento algo miento”. Como he leído hace poco por algún sitio, ya decían los antiguos que todo buen narrador es siempre un mentiroso, pues recrea e ilumina una verdad con frecuencia opaca e insignificante; por eso necesariamente tiene que falsearla. Sé que lo que dijo mi amigo es un magnífico recurso retórico para desconcertar al oyente y para captar nuestra atención. Y os aseguro que lo consigue. Yo conocía la historia que contaba y pude apreciar que se ajustaba totalmente a la sucesión de hechos que habían ocurrido. Pero, como buen contador de historias que es, nuestro amigo siempre miente: gusta de la exageración, el adorno y la distorsión, herramientas con las que colorea la realidad para que ésta, paradójicamente, surja en el relato mucho más animada y divertida, mucho más viva que lo que de verdad es. ¿Es eso el arte? Seguramente toda creación artística verdadera siempre miente.

Es posible que la narración de algo exija la mentira. Parece como si la verdad no pudiera expresarse sin el recurso a la falsedad. Por todos los lados vemos que ocurre: cuando queremos explicar cualquier concepto un poco complicado, nos vemos obligados a mentir. No otra cosa hacemos al reducir una realidad compleja y prescindir en la explicación de muchos elementos que la componen. Y a fuerza de simplificar mentimos. La misma ciencia hace constantemente este proceso. Un modelo científico necesita simplificar y prescinde de todo aquello que le molesta para crear una imagen ideal de la realidad. Pero ese modelo suele ser una falsificación de la realidad, y en ocasiones resulta que lo que se ha dejado aparte era esencial. Precisamente los avances de la ciencia surgen a menudo al introducir de nuevo algunos de aquellos elementos que se habían apartado en el proceso de simplificación.

Pero la paradoja en la que estoy pensando ahora no está en esta doble cara de la narración o de la descripción que existe en las artes y en las ciencias. Con la frase “yo si cuento algo miento”, como muchos ya os habéis fijado, mi amigo estaba enunciando la paradoja del mentiroso. Creo que lo sabía. Su afirmación no podía ser ni verdadera ni falsa. ¿Tenemos que confiar en la palabra de alguien que dice que está mintiendo? Autocontradicción irresoluble. Si confiamos y por lo tanto creemos que miente, ¿cómo podemos ser tan tontos como para confiar? Pero si no confiamos en su palabra pensaremos que no dice la verdad cuando afirma que siempre miente. Y si es falso que mienta, ¿quiere eso decir que dice la verdad? Un lío. Una paradoja: un bucle infinito construido con nuestro pensamiento: se retroalimenta eternamente y no tiene salida.

Razonemos un poco. Supongamos, en primer lugar, que el enunciado "si cuento algo miento" es verdadero. En este caso, ahora que está contando algo tiene que estar mintiendo (es decir, tiene que estar diciendo enunciados falsos) y por lo tanto la afirmación "si cuento algo miento" tiene que ser falsa. Es decir, la suposición de la verdad del enunciado conlleva su falsedad, por lo que la suposición inicial de que el enunciado era verdadero se ha demostrado que no es cierta. Pasemos, pues, a lo contrario, a suponer que el enunciado "si cuento algo miento" es falso. En ese caso, la falsedad del enunciado exigirá que se cuente algo y no se mienta. Con el enunciado "si cuento algo miento" nos está contando algo, así que si el enunciado es falso debería estar diciendo la verdad. Por lo que la suposición de la falsedad del enunciado nos lleva irremediablemente a concluir que el enunciado es verdadero. Contradicción también. Así pues, tanto si suponemos que el enunciado es verdadero como si suponemos que es falso, ambos caminos nos conducen a un resultado contradictorio: el enunciado tiene que ser verdadero y falso a la vez.

Aunque yo no soy en absoluto experta en asuntos de la Lógica, me parece que hay algo francamente sugestivo en las paradojas de este tipo. Nos encontramos con que los problemas surgen en el momento en el que se produce la autorreferencia, es decir, cuando el enunciado habla de sí mismo. Lo que hace irresoluble la paradoja del mentiroso es que lo que produce la información está dentro del sistema. Para superar la contradicción de este tipo de paradojas algunos lógicos (Bertrand Rusell entre otros) intentaron eliminar de la formalización matemática de la lógica la posibilidad de la autorreferencia: cualquier proposición lógica debería ser producida desde fuera del sistema. Pero estaremos de acuerdo en que la información que procede de dentro del sistema es siempre mucho más rica y más interesante que la que hace el observador externo. ¿Quién mejor para hablar de lo que uno es o de lo que uno hace que uno mismo? El logro de Gödel fue introducirla de nuevo mediante un método ingenioso de su invención y crear una nueva versión de la paradoja del mentiroso en el campo de la formalización matemática que violaba las restricciones que los lógicos anteriores habían puesto. Pero esta cuestión, que me parece de un gran valor simbólico para establecer los límites de la razón, se escapa de la idea de la que quiero contar ahora.

Hablando por la tarde con alguien al que siempre le han gustado este tipo de cuestiones me recordó que podía contaros un ejemplo curioso de razonamiento paradójico y de cómo la lógica no siempre es lineal, no siempre es algo fijo, cerrado y acabado, sino que necesita la inclusión de un nuevo parámetro: el tiempo. A veces nuestro razonamiento se comporta como un bucle que evoluciona en el tiempo y que se vuelve sobre sí mismo, es decir, se retroalimenta con la información que va sucediendo en la coordenada temporal. Se trata del problema, que algunos de vosotros ya conoceréis, de los prisioneros que van a ser liberados si averiguan mediante un razonamiento el color del disco que llevan a su espalda (en otra versión es el sombrero que llevan sobre su cabeza). Es un buen ejemplo, además, del poder de la recurrencia (también llamada recursividad) en un razonamiento.

La historia ocurre en una cárcel situada en un país con mucha delincuencia. Tanta delincuencia hay que la cárcel está abarrotada de presos, por lo que el gobierno decide que tiene que liberar a algunos, exactamente a la tercera parte. Todos son igual de peligrosos y, como el director de la cárcel no sabe quienes son merecedores del indulto, decide que dejará marchar a aquellos que resuelvan antes un problema. Pero ocurre que en esa cárcel, nadie sabe por qué motivos, se han reunido los presos más inteligentes del mundo. Al menos los mejores lógico y los más rápidos en el razonamiento deductivo. Y ocurre también que todos ellos son capaces de procesar la información a la misma velocidad, de modo que ninguno de ellos es más rápido que los demás. El director va a realizar la prueba reuniendo a los presos de tres en tres. Así pues, empieza con los tres primeros.

Los cita en una habitación en la que hay un cesto con cinco discos de los que tres son blancos y dos son negros. Les dice que va a colocar un disco sobre la espalda de cada uno, de modo que todos podrán ver el disco de sus compañeros, pero no el suyo. Les anuncia que el primero que acierte el color del disco que lleva sobre su espalda y que lo haga de forma razonada será liberado para siempre. Cuando uno de ellos crea tener la respuesta sólo tendrá que salir de la habitación. Una vez planteado el problema, aparentemente tan sencillo, y una vez que ha colocado a cada uno su disco sobre su espalda, el director de la cárcel se queda observando el comportamiento de esos presos tan inteligentes que tiene delante.

Cada uno de los presos ve que sus compañeros llevan un disco blanco. Pero pasa un rato y ninguno de los tres presos da muestras de querer salir. De repente los tres al mismo tiempo dan un paso hacia la puerta con intención de abandonar la habitación. Pero súbitamente se detienen los tres al mismo tiempo. Tras otro instante los tres inician de nuevo el camino hacia la puerta, esta vez sin detenerse. ¿Qué está ocurriendo?

Pues sencillamente, que nos encontramos ante una situación paradójica: como consecuencia del comportamiento de los demás presos queda invalidada la propia solución a la que ha llegado cada uno de ellos. Esto se debe a que la decisión de cada uno a la hora de seguir el razonamiento correcto se produce en función de la conducta de los otros dos. Veámoslo con detenimiento, que no deja de ser divertido. Pongamos que el primer preso se llama Jim, el segundo Sam, y el tercero Tom.

Veamos cómo razona Jim (pongo los tres niveles de razonamiento en colores para que se entienda mejor):


“Sam y Tom llevan discos blancos. Como en el cesto había tres discos blancos y dos negros, mi disco puede ser tanto blanco como negro. Ahora bien, si yo llevara un disco negro Sam hubiera razonado de la siguiente manera:

Jim lleva un disco negro y Tom lleva un disco blanco. En el cesto, por lo tanto, quedan un disco negro y dos blancos. Así que yo puedo llevar un disco negro o uno blanco. Si yo llevara un disco negro Tom hubiera razonado así:

Jim lleva un disco negro y Sam lleva un disco negro. Por lo tanto, como no había en el cesto nada más que dos discos negros, necesariamente el mío es blanco.

Así que Tom hubiera salido ya de la habitación. Como no ha salido, es que yo no llevo el disco negro. O sea, lo llevo blanco.

Por lo tanto Sam hubiera salido de la habitación. Y como no han salido ninguno de los dos, yo no tengo el disco negro. Necesariamente el disco que llevo es blanco.”


Cuando Jim termina su razonamiento, como observa que ni Sam ni Tom se mueven, da un paso para salir de la habitación (tiene que haber una condición de cierre para que este tipo de razonamiento encuentre una solución; en este caso esa condición es que se han agotado los discos negros). Pero el mismo razonamiento que ha hecho Jim, lo han hecho también, y al mismo tiempo, Sam y Tom. Y como los tres han hecho en el mismo momento el mismo razonamiento respecto a cómo hubiesen razonado sus compañeros, y como la conclusión de cada uno está basada en la no salida de los demás, en el mismo instante en el que da el paso Jim lo dan también Sam y Tom. Pero…, esa misma acción anula al mismo tiempo el razonamiento de los tres… La solución a la que había llegado Jim dependía de que ni Sam ni Tom se movieran; en el momento que los otros se mueven porque creen, como él, que han encontrado la solución, Jim se da cuenta de que su solución no es correcta. Paradoja: la solución del problema conlleva la destrucción de la solución del problema. Ahora bien, Jim se detiene un momento, reflexiona e incluye en su razonamiento el hecho de que cualquiera de sus otros compañeros ha razonado de la misma manera. Por lo tanto, de nuevo vuelve a dar un paso para dirigirse a la salida. Lo mismo hacen Sam y Tom.

El director de la cárcel, que es hombre fiel a su palabra, se encuentra con que, o bien debe liberar a los tres presos, o no debe liberar a ninguno.

El problema de los discos de los tres presos es un buen ejemplo de que en muchos casos la lógica atemporal no es suficiente para resolver un problema. Hay dos aspectos especialmente interesantes en este tipo de situaciones paradójicas. En primer lugar, se trata de un razonamiento recursivo (o recurrente): se produce algo así como un anidamiento de los razonamientos (es decir, cada preso razona pensando en cómo deben razonar los otros), de modo que el mismo procedimiento se repite en los tres niveles de anidamiento. Realmente el mismo problema se podría haber contado con cinco, diez o cien presos, cada uno con su respectivo disco a la espalda (siempre, claro está, que se cumpliera la condición de cierre que he mencionado antes, es decir, que se agotaran los discos negros con la última suposición de la cadena). En segundo lugar, encontramos que la solución a la paradoja viene dada sólo si se introduce el parámetro tiempo. Es necesario un secuenciador lógico, un reloj, un ritmo. Con la recursividad la lógica, y con ella también la autorreferencia, se hace dinámica y se expresa en un desarrollo temporal.

Lo cierto es que en la mayor parte de las creaciones humanas se produce la autorreferencia y la recurrencia (aunque últimamente se suele emplear más el término recursividad y recursión que proceden del argot informático). Bien pudiera ser que ambas (el enunciado sobre uno mismo y el procedimiento que se llama a sí mismo) fueran necesarias para el desarrollo de todo sistema, de toda obra de la naturaleza o del arte. Es así como se organiza la más importante herramienta creada nunca por el género humano, el lenguaje, como demostró Noam Chomsky con su teoría de la gramática generativa: la estructura sujeto + predicado se repite en sucesivos niveles y subniveles que se anidan unos a otros y que se llaman a sí mismos.

En el arte seguramente también ocurre algo parecido. En las artes plásticas el caso más conocido seguramente es el de Escher. Se podría decir que en toda creación artística existe necesariamente la autorreferencia, el bucle, la salida y el retorno. Y muchas veces el código está implícito en la propia obra. Concretamente en la música, como intentaré explicar más adelante en algún artículo, el procedimiento recursivo genera toda la composición. Eso se puede ver en el análisis schenkeriano de una obra musical, una de las formas más productivas de análisis musical (del que, en líneas generales, se podría decir que es similar a las gramáticas generativas de Chomsky, aunque Heinrich Schenker propuso su opción para la música aproximadamente unos 30 años antes de que Chomsky lo hiciera para el lenguaje, si bien sin la formalización rigurosa que éste hizo).

Pero lo más interesante de todo esto es que la autorreferencia y la recursividad ocurren en la obra musical, como en el lenguaje, sin que el autor tenga conciencia de ello. O al menos una conciencia detallada. Es como si la propia composición musical tuviera sus claves internas de generación y de resolución, y el receptor las conociera de alguna manera, como si en su memoria esperara que se cerraran los bucles y las expectativas que han sido abiertas con las frases musicales anteriores, para alcanzar una resolución final. Por eso el oyente “entiende” la obra. A mi me parece que esto ocurre así porque nuestra propia mente está también construida de un modo semejante. Por eso la música es algo natural a nosotros. Cuanto menores sean los niveles de anidamiento, más sencilla será la música y antes llegará al oyente no entrenado; cuanto mayores niveles de anidamiento existan habrá más riqueza, pero también será más difícil de seguir y exigirá más pericia por parte del oyente. Claro, siempre que el intérprete sepa verdaderamente qué está contando.

Seguro que vosotros, lectores, podréis contarnos enseguida ejemplos de este tipo de recursos en la literatura y en el arte. El otro día un buen amigo me recordaba a Chesterton, Borges o Lewis Carroll.

Así pues, por todo esto que he ido contando es por lo que digo que las paradojas son muy útiles. Son tan útiles que generan información, generan ciencia y generan arte. Puede ser que hasta generen vida. Y además son divertidas, pues nos confunden y nos hacen pensar un poco, que buena falta nos hace. ¿No creéis?

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